Era el día.
Se levantó.
Preparó unas tostadas, exprimió rigurosamente un zumo de naranja y se sentó en su amplia terraza a degustarlo mientras veía el sol recibirle.
Acto seguido, se aseó, hizo los calentamientos previos y se arregló.
Camisa blanca, traje negro, corbata y pelo despeinado, elegante, pero informal- le gustaba definirse.
Cojió el transporte público.
Autobus.
Metro.
Tren.
Autobus.
Autobus.
Debía de conservar aquel objeto en perfecto estado. Un maletín negro ocupaba sus manos.
Llegó aquel momento.
Salió y se sentó en aquel lugar extraño.
Oscuridad.
Susurros.
Silencio.
Susurros.
Frío.
Calor.
Nervios.
Silencio.
...
...
...
Todo estaba como un cementerio, poblado, pero sin vida.
Respiración.
Frío.
La ignición de un foco rompió la tensión.
Calor.
Gotas de sudor que sin permiso invaden su rostro.
Se coloca minuciosamente.
Una mosca sobrevuela la zona derecha, indicaciones por la parte izquierda y últimos rezagados entran.
Se prepara.
Aquel violinista contó su vida sin mencionar ni una sola palabra.
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